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Historias con Historia

El Hombre que Estafó al Tercer Reich

En 1945, a punto de acabar la II Guerra Mundial, los americanos hicieron un hallazgo que hubiera hecho palidecer de envidia al mismísimo Indiana Jones. Oculto en una mina de sal, en Austria, los aliados dieron con una ingente botín de guerra que los Nazis, en su huida, habían ocultado allí en espera de mejores tiempos que nunca llegaron.

En esa mina encontraron oro, plata, joyas y todo en grandes cantidades. También obras de arte de incalculable valor que habían rapiñado por todos los lugares por donde pasaron.

 

Todo eso son sacos de oro.
Un Manet recuperado.

Entre todo este tesoro digno de Alí Babá, se toparon con un cuadro, desconocido hasta la fecha, del pintor holandés del S.XVII, Johanes Vermeer, famoso sobre todo por su fascinante cuadro "La joven de la perla" (También llamado "La Mona Lisa del Norte")

 

"La Joven de la Perla"

El cuadro encontrado se llamaba "La Mujer Adultera" y como digo, no estaba catalogado entra los cuadros del muy cotizado pintor. Fue enviado a varios especialistas y después de concienzudos exámenes por parte de los expertos parecía no existir ninguna duda, se trataba de un Vermeer auténtico.

Ante tal hallazgo, quisieron seguir la procedencia del cuadro y gracias a la eficiente burocracia Alemana no fue difícil. (NOTA: Esta férrea burocracia que supieron utilizar como un arma de guerra, se acabaría convirtiendo en la soga de los juzgados por crímenes de guerra. Los aliados recuperaron gran cantidad de archivos y es que los tíos lo apuntaban absolutamente todo.)

 

"La Mujer Adultera". El cuadro, supuestamente de Vermeer, encontrado en la mina.

El cuadro seguiría dando grandes sorpresas y es que descubrieron que no procedía de ningún expolio ni saqueo, sino que había sido comprado en Amsterdam, pagado rigurosamente al contado por un total de 850.000 dólares y que el comprador había sido, nada más y nada menos, que Goering el número dos del régimen.

No tardaron en dar con el vendedor, un tal Han Van Meegeren que resultó ser un desconocido pintor que gozaba de un nivel de vida algo más que desahogado. Fue detenido inmediatamente y acusado de connivencia con los nazis y traición, delitos que podían llevarle a la horca. Hay que entender, que vender un Vermeer a Goering, era algo que los Holandeses no se tomaban a broma.

Al principio, Meegeren trató de justificar la procedencia del cuadro, pero cayó en numerosas contradicciones y no convenció a nadie. Así que como ya se veía colgando de una cuerda, decidió contar la verdad. Contó que era una falsificación que él mismo había realizado y que antes de la guerra, había "colocado" por ahí otros cinco cuadros más como Vermeer auténticos por los que le habían pagado grandes sumas de dinero.

Jueces y fiscales no le creyeron. Los expertos decían tener claro que era auténtico y que no podía ser una falsificación, por lo que Meegeren propuso demostrarlo allí mismo, pintando un cuadro ante la corte que lo juzgaba, algo que fue aceptado.

 

Megeeren pintando el cuadro durante el juicio.

Comenzó explicando las técnicas que utilizaba. Compraba cuadros de poco valor pero cuyas telas eran del siglo XVII e imitaba el método de trabajo de Vermeer. Usaba pinceles de pelo de tejón y para el tono azul usaba lapislázuli traído de Inglaterra. La fórmula del aceite para las mezclas dijo haberla sacado de viejos manuscritos. Secaba la obra con formaldehído y luego horneaba la pintura durante dos horas a 105 grados para imitar las estrías que tienen las piezas del auténtico pintor. Todo esto, acompañado de una auténtica buena mano como pintor, lograba que sus obras dieran completamente el pego.

En los dos meses que estuvo encerrado en la sala, bajo la atenta mirada de jueces y público, Meegeren pintó su séptimo "Vermeer" que pasó la criba de todos los expertos que lo examinaron, asombrándose de su increible capacidad de falsificación.

 

El juicio dio un giro total y Meegeren fue condenado a tan solo un año de cárcel por falsificación. Ironías de la vida, entró acusado de traidor a la patria y salió convertido en héroe nacional pues se hizo famoso por ser la persona que se la había jugado a Goering. Por desgracia, poco pudo disfrutar de su fama, pues apenas dos años después moriría a la edad de 58 años. En la actualidad, su fama como pintor es reconocida y sus cuadros se cotizan bastante bien, aunque hay que aclarar, que hoy en día, sus falsificaciones no pasarían como Vermeer auténticos, pues los análisis detectarían, sin ninguna duda, que los elementos usados para los colores no pertenecen al siglo XVII.

 

Visto en el libro:

"Viaje por las Mentiras de la Historia Universal" de Santiago Tarín.

Más.

Algunos cuadros de Meegeren.

http://en.wikipedia.org/wiki/Han_van_Meegeren

10 comentarios

leso -

La humillante derrota inglesa frente a Cartagena de Indias (1741)


Esta vez la guerra con los ingleses comenzó por una tontería de escala ínfima, que pasó a mayores por la ya habitual mezcla de exceso de orgullo y falta de escrúpulos por parte inglesa, y era la excusa que buscaban para ehar mano a nuestras posesiones.

Las capturas de contrabandistas en el Caribe era algo bastante habitual, aunque eran más los contrabandistas ingleses que caían en nuestras manos que al contrario. Hasta nuestros contrabandistas eran más hábiles marinos que los ingleses.

En 1738 un guardacostas español, la “Isabel”, al mando del capitán Julio León Fandiño, apresó en aguas caribeñas a un barco contrabandista inglés, el “Rebeca” al mando de un tal Jenkins. Se dice de este elemento que era un reincidente en tales lides, y también que se insolentó, por lo que el oficial español, en castigo le cortó una oreja al tiempo que le decía: "Ve y dile a tu Rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve."

El tal Jenkins, viendo que el contrabando no se le daba nada bien, volvió a Inglaterra. Enseñó su oreja cortada en el puerto de Londres, la paseó por todas las tabernas, prostíbulos y mentideros de la ciudad, y compareció finalmente ante el Parlamento británico con su oreja en la mano para exponer la afrenta recibida. Esto sucedía en octubre de 1739, así que la oreja tenía que estar ya un poco tumefacta. En el Parlamento británico se consideró la frase de Fandiño una ofensa al Rey, merecedora de la declaración de guerra a España. El Gobierno de Lord Walpole lo consideró una estupenda ocasión -otra más- para tratar de conseguir el ansiado predominio de los mares o, cuando menos, para rapiñar un poco nuestras posesiones. Previamente se habían pedido compensaciones exageradas, que la Corona española se negó a pagar.

A esta guerra se la conoce, por alguna misteriosa razón, como “la guerra de la oreja de Jenkins”. Y el episodio que aquí se narra fue el principal de esta guerra, y también el principal de todos los ataques navales sufridos por España en nuestras posesiones de ultramar.

Inglaterra destacó al almirante Sir Edward Vernon al frente de la operación, con notables medios. Vernon era un veterano, que había intentado atacar nuestras posesiones en anteriores ocasiones sin ningún resultado. Dos veces fue rechazado de Cartagena de Indias por Don Blas de Lezo, que combinando la situación de sus navíos disparando a ras de agua con el fuego elevado de los fuertes y con artillería naval desembarcada para cubrir los ángulos muertos, convirtió cada intento inglés en una carnicería.

En noviembre de 1739, Vernon atacó Portobelo, en Panamá, con éxito (este suceso da nombre a la calle Portobello Road, en Londres) mientras las fuerzas del Comodoro Anson, con el navío “Septentrión” y dos buques menores acosaba las colonias del Pacífico Sur, como maniobra de distracción, pero sin producir daños apreciables. Un comienzo esperanzador para las habitualmente desastrosas fuerzas coloniales inglesas, pese a que las victorias no tuvieron gran mérito desde el punto de vista militar. Portobelo estaba prácticamente desguarnecido.

Tras ese triunfo inicial, Vernon decidió dar un golpe más importante, para lo que reunió en Port Royal, en Jamaica, una gran flota de 186 buques, armada con 2.000 cañones navales y 1.000 piezas de campaña, y que embarcaba 23.600 hombres. 30 de los barcos eran grandes navíos, un centenar transportes de tropas, y el resto fragatas, bombardas, paquebotes, correos, brulotes y buques de apoyo. Entre las tropas venían 2.700 voluntarios de Virginia, al mando de Lawrence Washington, hermanastro del futuro libertador de los Estados Unidos. Esta vez no se trataba de una intentona corsaria a gran escala con apoyo oficial como en otras ocasiones, sino de una auténtica operación militar, con la élite de la Armada inglesa al completo.

La flota, la más potente y mejor armada que se había conocido hasta entonces, y la más numerosa de los últimos siglos hasta el desembarco de Normandía, arribó el 13 de marzo de 1741 a Cartagena de Indias, en Colombia. Era ésta la ciudad más importante de todo el Caribe, a la que llegaban todas las mercancías del comercio entre España y las Indias. Y era la llave que habría la ruta terrestre hacia el Perú y sus minas, codiciadas por toda Europa.

La ciudad estaba gobernada por el Virrey de Nueva Granada, Don Sebastián de Eslava, Teniente General del Ejército, y con cierta experiencia militar, pero su principal y más destacado defensor era el Almirante Don Blas de Lezo, natural de Pasajes y Teniente General de la Armada. Marino con amplia experiencia en batallar con los ingleses y con los reyezuelos piratas africanos, había demostrado sobradamente sus condiciones como estratega y táctico en 22 grandes batallas. Su servicio al Rey le había costado un ojo, una pierna y un brazo, y por ello los enemigos de España lo llamaban “patapalo” y “el medio hombre”.

Pese a toda su experiencia, la ciudad disponía solamente de unos 2.800 hombres, entre milicianos civiles, soldados, marinos, guardias e incluyendo en la cuenta a 600 arqueros indios reclutados a toda prisa, y de una flota de 6 buques.

Los 6 navíos, -“Galicia”, “San Felipe”, “San Carlos”, “África”, “Dragón” y “Conquistador”- artillaban en total 360 cañones, eran de buen porte y de construcción sólida y estaban en buen estado de conservación. A sus piezas de artillería había que sumar las 310 del recinto amurallado, y las 320 distribuidos entre los fuertes que rodeaban la ciudad. En total, casi 1.100 cañones, la mayor parte en posiciones fijas.

La desproporción en hombres de armas era de 8 a 1, y la de piezas de artillería de 3 a 1, con la desventaja añadida de que los ingleses podían concentrar su fuerza sobre un solo punto, de forma que la desproporción aumentaba hasta hacerse teóricamente insostenible.

Vernon y Lezo, viejos rivales, se cruzaron un buen número de misivas durante esta guerra. Hasta en esto se notaba quién llevaba sobre sus espaldas el peso de la defensa. Vernon no se dirigió en ningún momento al Virrey, porque sabía que a quien debía temer y derrotar era a Lezo.
Vernon se dirigió a Lezo pidiendo el intercambio de prisioneros tras la toma de Portobelo y alardeando del buen trato que les había dado. “El capitán Polanco debe dar gracias Dios de haber caído por capitulaciones en nuestras manos, porque si no, por su trato vil e indigno contra los ingleses, habría tenido de otro modo un castigo correspondiente...”

En cuanto se tomó contacto con la flota inglesa, Lezo, que como buen vasco no se mostraba parco al tratar cuestiones de honor y patria, ni tenía nada que aprender sobre tales materias de un inglés, echó en cara a Vernon su ataque anterior a Portobelo diciéndole “Si hubiera estado yo en Portobelo, se lo hubiera impedido, y si las cosas hubieran ido a mi satisfacción, habría también ido a buscarlo a cualquier otra parte, persuadiéndome de que el ánimo que faltó a los de Portobelo me hubiera sobrado para contener su cobardía. La manera con la que dice V.E. ha tratado a sus enemigos es muy propia de la generosidad de V.E., pero rara vez ha sido virtud de vuestra nación y, sin duda, la que V.E. ahora ha practicado será imitando la que yo he ejecutado con los vasallos de Su Majestad Británica durante el tiempo en que me he hallado en estas costas...”

La mayor experiencia de Lezo en batalla produjo entre los ingleses bajas muy grandes, al aprovechar puntualmente desde el primer momento cada una de las equivocaciones de Vernon, y al sacar gran partido de la indecisión inglesa en los intentos de desembarco. También causaron numerosas bajas las enfermedades y el hambre que hubieron de sufrir los tripulantes de la flota inglesa al ser inmediatamente repelidos los intentos de aprovisionamiento, y al no retirar ni enterrar los cadáveres de sus propios hombres. Los ingleses pasaron dos meses enteros combatiendo entre los cadáveres putrefactos de sus camaradas, y el tifus y el vómito negro hicieron pronto presa entre ellos. Además, la decidida defensa española, protagonizada en primera línea por Don Blas de Lezo y por el coronel del cuerpo de ingenieros Don Carlos des Naux, desbarató los ataques ingleses, produciendo un elevadísimo número de bajas, gran desmoralización y un avance muy lento.

Vernon desplegó la flota bloqueando la entrada al puerto, y tras silenciar las baterías de "Chamba", "San Felipe" y "Santiago" desembarcó tropas y artillería. Vernon ordenó un cañoneo incesante que duró 16 días y noches al castillo de San Luis de Bocachica con un promedio de "62 grandes disparos por hora". El castillo estaba defendido por 500 hombres al mando de Coronel Des Naux. Por su parte Lezo emplazó cuatro de sus navíos, el “Galicia”, el “San Felipe”, el “San Carlos” y el “África” del lado interior de la bahía y en las proximidades del Castillo para apoyarlo con sus cañones. Blas de Lezo recibiría un astillazo a bordo del “Galicia”, otra herida más a sumar a su hoja de servicios. Aunque la defensa de Bocachica fue heroica, los defensores lo evacuaron ante la abrumadora superioridad enemiga cuando estaba prácticamente derruido. Lezo hizo barrenar e incendiar sus buques para obstruir el canal navegable de Bocachica e impedir que fuesen capturados, pero sólo lo logró parcialmente. El “Galicia”, el insignia español, no ardió suficientemente deprisa y fue capturado por los ingleses y reparado. Al menos, las aguerridas y veteranas tripulaciones de todos estos navíos pudieron unirse a la defensa de la ciudad y no fueron sacrificadas inútilmente.

La defensa fue ligeramente menos eficaz de lo que podía haber sido por culpa de las desavenencias entre el Virrey, más timorato y dubitativo de lo que la desesperada situación requería, y Don Blas de Lezo, que tenía las ideas más claras y que afortunadamente forzó a Don Sebastián de Eslava a aceptar a regañadientes muchas decisiones que a la larga resultaron acertadas. Aun así, la situación de los mandos intermedios era muy incómoda, con órdenes contradictorias y el corazón dividido entre la obediencia debida al Virrey, su lealtad personal al Almirante y su propia opinión sobre la forma más eficaz de combatir a un enemigo abrumadoramente superior.

Los defensores optaron por replegarse totalmente a la Fortaleza de San Felipe de Barajas, motivo por el cual ni siquiera intentaron la resistencia en el Castillo de Bocagrande. Y contra la voluntad de Lezo, que trató de evitarlo hasta el fin pero se vio obligado por las órdenes directas de Eslava, se hundieron los dos únicos navíos que quedaban, el “Dragón” y el “Conquistador”, con el ilusorio objeto de impedir la navegación por el canal de Bocagrande. Hubieran sido de más utilidad desatando su infernal fuego contra el flanco inglés a la vez que los baluartes y castillos. Pero al igual que en Bocachica, el sacrificio resultó en vano pues los ingleses remolcaron el casco de uno de ellos para restablecer el paso y desembarcaron en las islas de Manga y Gracia, flanqueando el Fuerte de Manzanillo. Tras este desembarco, el regimiento de colonos norteamericanos al mando del Coronel Lawrence Washington tomó la colina de la Popa, ya próxima a San Felipe de Barajas y que había sido abandonada por los españoles.

Vernon entró entonces triunfante en la bahía con su navío insignia y con todas las banderas desplegadas, como si se tratara de una parada naval. Dando ya la batalla por ganada despachó correos a Jamaica e Inglaterra con tan fausta noticia. En Inglaterra se acuñaron medallas conmemorativas mostrando a Lezo –con dos ojos, dos brazos y dos piernas para hacer la victoria más digna- arrodillado ante Vernon, rindiéndole su espada y con la inscripción "El orgullo español humillado por Vernon". En el reverso había seis navíos y un puerto, y alrededor la inscripción: “Quien tomo Portobelo con solo seis navíos, noviembre de 1739”. Sin embargo, en la vida real, aún quedaba mucho Lezo por lidiar.

Vernon ordenó el desembarco masivo de artillería de campaña y el cañoneo intensivo del Castillo de San Felipe desde mar y tierra con el fin de ablandar la resistencia final.

La defensa del castillo está formada por sólo 600 hombres bajo el mando de Lezo y Des Naux. Éste ya había resistido en Bocachica e iba a batirse de nuevo contra el empuje inglés hacia la fortaleza de San Felipe, usando sus artimañas de ingeniero.

La defensa fue numantina y los defensores sumamente astutos además de valientes. Des Naux hizo cavar frente al fuerte trincheras en zigzag, para que el avance en línea del enemigo se fragmentase, exponiéndose además al fuego desde varios puntos a la vez. La mitad de los defensores se desplegó en las trincheras. También ordenó profundizar los fosos del castillo. Lezo ordenó desbrozar el campo de tiro, para impedir que los ingleses pudieran cubrirse u ocultarse. Y también envió falsos desertores, para pasar noticias erróneas sobre las fortificaciones, exagerar el daño recibido y dar pistas equivocadas sobre los puntos débiles.
Vernon decidió que la infantería podría tomar el castillo sin gran dificultad tras el bombardeo masivo de su flota.

La noche del 19 al 20 de abril se produce el ataque decisivo. Los atacantes al mando de los Generales Wenworth y de Guise, y de los coroneles Carthcart, Washington, Grant y Wynward, avanzaron entre sombras en tres columnas de granaderos y varias compañías de soldados, además de los esclavos macheteros jamaicanos que iban en vanguardia. Lezo hizo reforzar la fortaleza con los marinos desembarcados de sus navíos, y mandó volar el puente que comunicaba el cerro del castillo con la ciudad, aislándose y decidido a jugarse el todo por el todo.

El avance inglés resultó penoso por el pesado equipo de guerra que transportaban y por el fuego de fusilería desde nuestras trincheras y el cañoneo desde lo alto de la fortaleza. Además, algunas compañías españolas de refuerzo quedaron embolsadas entre la playa y el castillo, reteniendo tropas atacantes y dificultandoles aún más las cosas.

El avance se frena definitivamente ante las murallas ya que por imprevisión inglesa –y por la artimaña de Des Naux- la longitud de las escalas para salvar el foso y la muralla resultan cortas. Los pocos atacantes que consiguen sortear las trincheras y llegar al castillo quedan inermes al no disponer de otros materiales para facilitar la aproximación al fuerte. Los defensores arrecian en su fuego, nutrido y certero desde lo alto, lo que origina una mortalidad espantosa. Los atacantes son recibidos con todo lo que se les puede arrojar mientras están colgados en sus escalas incapaces de alcanzar el tope de la muralla. Balas, metralla, granadas, piedras y hasta aceite hirviendo, como en los viejos tiempos. Los maestres de artillería tienen que fundir sus propios proyectiles sobre la marcha para convertirlos en munición para los infantes, que no dan a basto en matar ingleses.

Un contingente inglés trata de rodear el castillo y de atacarlo por el norte, menos defendido. Pero sólo aparentemente, porque la defensa de este flanco no proviene directamente del castillo. Sin esperarlo, se encuentran de pronto expuestos a las baterías del Reducto, en la muralla de la ciudad, y a los cañones del fuerte de San Sebastián del Pastelillo, más al norte, que por fin pueden apoyar al castillo con su fuego y que fijan primero y masacran después a los ingleses.

Las baterías de apoyo inglesas trasladadas a la Popa a toda prisa, no resultan suficientemente eficaces para apoyar a su infantería, puesto que las trincheras, actuando como glacis, desvían los proyectiles hacia lo alto y protegen a la infantería española. Y las mismas baterías, que tampoco tienen el calibre de la artillería naval, no pueden hacer daño a los gruesos muros del castillo de San Felipe.

Así transcurrió toda la noche, y así llegó el amanecer, y después el mediodía. Los 3.500 soldados ingleses no pudieron rebasar la decidida defensa de los 800 españoles – a los 600 defensores iniciales se habían unido 200 marineros de la escuadra de Lezo-.
Y al llegar el mediodía se suspendieron los fuegos por parte española, ante la sorpresa británica. Los ingleses se limitaron a descansar ante la inesperada tregua, en parte aliviados por la posibilidad de descansar, y en parte aterrorizados imaginando que los españoles estaban preparándoles alguna sorpresa muy desagradable.

Era la hora del Ángelus, y en esa hora el propio Blas de Lezo leyó una oración copiada de su puño y letra en un papel que sacó de su casaca –el salmo 69-, que fue repetido por sus soldados.

“Ven, Señor, en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme. Queden corridos y afrentados los que atentan contra mi vida. Tornen atrás y queden afrentados los que desean mi desgracia. Haz que se salven tus siervos que en ti esperan, Dios Mío. Sé para nosotros, Señor, Torre inexpugnable. En cuanto a mí, pobre soy y necesitado; ayúdame, Dios mío. Tú eres mi ayuda y mi libertador; no te demores, Señor. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.”

Esto en una peli y con musica de fondo............ya me contareis acojonate ¡¡¡
Y las cornetas y tambores españolas llamaron de nuevo al combate. Blas de Lezo ordenó abrir las puertas del fuerte, y los 300 defensores que quedaban dentro, incluyendo al mismo Almirante, se sumaron al combate en las trincheras frente al fuerte, reforzando a los 500 soldados que combatían en el exterior, donde ya se luchaba cuerpo a cuerpo. No era posible el apoyo de la artillería, que podía causar tantas bajas propias como enemigas.

La carga española de las tropas de refuerzo fue devastadora. Nuestros soldados sabían que no obtendrían cuartel si eran derrotados, y no lo dieron. La vanguardia inglesa, ya debilitada por el calor del sol y por las horas de batalla infructuosa, fue barrida en un instante. Los pocos supervivientes huyeron a la carrera, contagiando el pánico al resto del ejército, que detuvo el ascenso al castillo y se dio a la fuga. Los oficiales ingleses eran incapaces de imponer la disciplina entres sus soldados.
Incapaces también de detener la carga cuesta abajo de los valientes españoles, y presa del pánico, la flor y nata de la infantería de marina inglesa emprendió una retirada masiva, pero los nuestros también aceleraron su paso de carga. Las compañías españolas de granaderos que habían quedado copadas en el Playón y en el fuerte Manzanillo, se vieron libres de la presión. Se unieron a las persecución, tomando cumplida venganza por sus camaradas caídos con gran alborozo. Apenas un puñado de oficiales británicos alcanzó las lanchas, gracias a la velocidad de sus monturas, y pudo reembarcar y salvar la vida. El tramo entre el castillo y la playa quedó sembrado de cadáveres con casacas rojas.

Nuestra desordenada y enardecida mezcla de infantes, artilleros, marineros y arqueros, liquidada la fuerza de desembarco, se volvió contra la fuerza de apoyo en la colina Popa, que fue igualmente batida sin piedad hasta rendirse. Todas las baterías fueron capturadas. La bandera de los Reales Ejércitos fue izada en el fuerte de la Popa y se le rindieron honores. La ciudad estaba salvada.

Y los ingleses, entre aterrorizados y perplejos. Más de 1.500 muertos, 400 heridos y un número aún mayor de prisioneros era lo que les había costado sólo este asalto, pese a su abismal superioridad de medios.

Vernon, a salvo fuera del alcance de nuestros cañones, hizo algunos tanteos, pero los defensores habían recuperado toda su moral, y los ingleses habían perdido ya la suya. Una semana después del desastroso ataque, el día 27 de abril, envió al capturado navío “Galicia”, apoyado por 4 bombardas, a atacar una vez más el puerto. El fuerte de San Sebastián del Pastelillo, el castillo de San Felipe, y las baterías de los baluartes de El Reducto, Santa Isabel, San Francisco de Barahona, San Ignacio y El Boquete abrieron un fuego devastador. Los buques fueron desarbolados, su artillería desarmada, sus tripulantes diezmados y en poco tiempo todas las naves cortaron los cables y se retiraron a la brisa hacia el resto de la flota, fuera de nuestro alcance. El “Galicia”, mucho más dañado, derivó hacia Manzanillo. Hay que destacar que el “Galicia”, de construcción española, aguantó el fuego bastante bien, y consiguió hacer daños considerables en el lienzo de la muralla sobre el que dirigió su fuego. Pero aun así, el inepto Vernon fue incapaz de aprovechar la ocasión para reforzar el ataque e intentar un avance, o al menos terminar de derruir esa sección de las defensas.

El 28 de abril, los ingleses comenzaron a desalojar sus posiciones fortificadas en el Caserío de la Quinta. El 29 pidieron intercambio de prisioneros, y volaron la Galicia y las posiciones que habían tomado: el castillo de Cruz Grande y el fuerte de San Luis de Bocachica.

El 1 de mayo, los españoles desalojaron a los ingleses de Pasacaballos, por donde llegaban los refuerzos y suministros a la ciudad, e hicieron muchos prisioneros.

El 4 de mayo, se escapó un prisionero español que informó del estado de la flota inglesa. Las bajas eran muy superiores a las que se creía, los heridos morían por centenares, los víveres y medicinas escaseaban, y el tifus y el vómito negro provocaban docenas de muertos adicionales todos los días.

Los irlandeses empezaron a desertar llevándose suministros y lanchas, y los escoceses hacían lo mismo, incluso convirtiéndose estos últimos al catolicismo.

Finalmente, el almirante Vernon dio orden retirada el 8 de mayo, no sin antes enviarle una misiva a Don Blas de Lezo: “Hemos decidido retirarnos, pero para volver muy pronto a esta plaza, después de reforzarnos en Jamaica”.

Don Blas de Lezo le dio la respuesta que se merecía a través del alférez Ordigoisti: “Decidle a Vernon que para venir a Cartagena es necesario que el Rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque ésta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres, lo cual les hubiera sido mejor que emprender una conquista que no pueden conseguir”.

Tal día como hoy, el 20 de mayo de 1741, se perdió de vista en el horizonte la última vela inglesa. El reembarco, una enorme muestra de ineptitud, había durado 12 días. Y habían perdido tantos hombres que incluso tuvieron que incendiar algunos navíos por falta de tripulantes.
Don Blas de Lezo se presentó ante el Virrey para dar novedades: “Señor Virrey, hemos quedado libres de estos inconvenientes.” Sin ojo, sin pierna y sin brazo, pero con un par de cojones en su sitio.

La campaña resultó un completo desastre, muy distinto de la fácil y provechosa rapiña que el Gobierno inglés había previsto. En Cartagena de Indias, y frente a los escasos 3.000 defensores, los ingleses perdieron a 2.500 hombres en combate, y a otros 3.500 más por las enfermedades. Los heridos ascendieron a la enorme cifra de 7.500, la mayor parte de los cuales también murieron por la falta de atenciones, de alimentos y de suministros médicos, y también por la gravedad de las heridas, y por las enfermedades a bordo de la flota. La mayor parte de la oficialidad también sucumbió, no sin dedicar antes encendidas loas al almirante Vernon. Las últimas palabras del coronel Grant al general De Guise, referidas a Vernon, fueron: “-Ya es demasiado tarde, Milord. El general debe ahorcar a los guías, y el rey debe ahorcar al general.”
Hundidos frente a Cartagena de Indias quedaron 6 navíos de tres puentes, 13 de 2 y 4 fragatas, y alrededor de 50 de los buques de transporte. Los supervivientes regresaron hacinados, pues los buques para los que tenían tripulaciones no eran suficientes para dar cabida a la tropa. Una lenta fila de buques desmantelados, agujereados y desarmados, con velas colgando y aparejos caídos, muchos de ellos haciendo agua, sin palos y remolcados, con una carga hedionda y agonizante, puso rumbo a Jamaica.

Fueron apresados por nuestras tropas 1.500 cañones y una gran cantidad de morteros, además de mosquetes, municiones, picos, palas, tiendas, equipos y pertrechos en cantidades ingentes.

Los españoles perdimos 800 soldados, a los que hay que sumar 1.200 heridos más. Los seis navíos de guerra de la escuadra de Lezo fueron hundidos –5 de ellos por sus propias tripulaciones para evitar su captura y para taponar los canales navegables del puerto-, lo mismo que lugo hariamos en cuba y filipinas,y quedaron destruidos o gravemente dañados tres fuertes y cuatro baterías, con la pérdida de 395 cañones entre los navales y los de tierra.

La ciudad recibió a lo largo de los dos meses que duró el asedio 28.000 balas macizas de cañón y 9.000 bombas explosivas o incendiarias, y había disparado a su vez 9.500 balas de cañón de todos los calibres. El infatigable alférez Ordigoisti lo había contabilizado absolutamente todo en sus informes para el Virrey y el Almirante.

Los ingleses empezaron a preguntarse cuando volverían la ingente cantidad de navíos y de hombres que se habían enviado al Caribe, su victorioso Almirante Vernon y, por encima de todo, los tesoros saqueados a los españoles. El 23 de septiembre de 1742 –más de un año después- la fragata “Gibraltar” llegó a Jamaica con órdenes de que Vernon se presentase ante el Rey inmediatamente.

Cuando se descubrió la verdad, el rey Jorge II, terriblemente avergonzado, prohibió a sus cronistas que hicieran mención alguna de tal suceso, y ordenó que se borrasen de todas las crónicas oficiales. Vernon llegó a Londres el 14 de enero de 1743. El Gobierno dispuso que el puerto se vaciase a su llegada y que nadie pudiera acercarse a recibirlo. Un cordón policial tuvo que protegerlo de la gente que venía a maldecirlo –y probablemente a algo más-, pero las órdenes reales de echar tierra sobre esta humillación nacional salvó al Almirante del juicio sumarísimo que se merecía. Murió en 1757 y su sobrino, Lord Francis Orwell, logró que se le erigiese un panteón en Westminter, con el epitafio más rastreramente equívoco y falsario que alguna vez se ha escrito: Sometió a Chagres y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria. Y ni un solo inglés ha vuelto a mencionar este episodio.


¿Qué fue de Don Blas de Lezo?

Para nuestra vergüenza, el indigno Virrey envió cartas al rey Felipe V con severas quejas sobre la incompetencia y falta de disciplina del Almirante, y atribuyéndose todo el mérito de la hazaña. Otros oficiales, que querían jugar a caballo ganador, secundaron las mentiras del Virrey. El Virrey fue rápidamente ascendido a Capitán General y se le concedieron títulos honoríficos. Desnaux fue ascendido a General de Brigada.

Lezo, que se contagió durante las largas jornadas en primera línea de la plaga que había castigado a los ingleses, falleció el 7 de septiembre de 1.741, a los 52 años. Murió acompañado tan sólo por su esposa, y recibió muy pocas visitas. Y apenas un puñado de valientes, que se atrevieron a desafiar al miserable Virrey le acompañaron en sus honras fúnebres. Poquísimos de sus oficiales –Alderete- y marinos y algunos vecinos entre ellos. Hasta el lugar donde se le enterró se ha perdido en la neblina del tiempo, y nadie guarda memoria de él. No hay una tumba donde rendirle los honores que merece. La eterna historia de España y de sus gobernantes, siempre ingratos hasta la náusea con quienes más honra han ganado.

Pero la muerte le libró de la última infamia. El 21 de octubre de 1.741 se emitió una Real Orden destituyendo a Don Blas de Lezo de su puesto, y ordenándole regresar a España para ser sometido a juicio de responsabilidades. Su viuda se libró de la miseria porque el Obispo, en una mezcla de compasión y de rabia mal contenida ante lo que había visto, le dio dinero suficiente hasta que se le hicieran llegar las pagas atrasadas y la pensión, y garantizó personalmente el pago de las rentas de la casa donde vivía para evitar su desahucio. El Obispo no cobró un solo real por las nueve misas que ofició personalmente por el alma del Almirante. Sólo años más tarde, demasiado tarde, Don Blas de Lezo sería completamente rehabilitado y se le concedió a título póstumo el marquesado de Ovieco, que disfrutaron sus descendientes.

Porque afortunadamente, se conservaron tanto las cartas entre Lezo y Vernon como el diario de campaña de Blas de Lezo que, aunque telegráfico y muy poco literario, deja en su lugar a cada uno y aclara bien lo que sucedió. Y al final, por medios extraoficiales e indirectos, ya que el Virrey y sus agentes y partidarios en la Corte controlaban el correo oficial, por fin acabaron llegando a las manos correctas y el Rey tuvo que rectificar las precipitadas decisiones que había tomado.

Pero si el trato que se le dio en vida y en parte tras su muerte fue completamente vergonzoso, el trato que le han dado nuestros historiadores tampoco ha sido mucho mejor. Nadie en España se ha molestado en escribir una biografía de Don Blas de Lezo. Nunca. Jamás. Sólo se le menciona en algunos tratados de historia naval, como un simple capítulo más despachado en un par de páginas. Un colombiano, Don Pablo Victoria Wilches, al no encontrar un solo libro en España sobre semejante héroe –muy considerado en Colombia-, se decidió a escribir uno.

Se titula “El día en que España derrotó a Inglaterra”. Y su entradilla dice De cómo Blas de Lezo, tuerto, manco y cojo, venció en Cartagena de Indias a la otra “Armada Invencible”. Está editado por Áltera, en 2005. Y cuenta lo que aquí he escrito en casi 300 páginas. Os lo recomiendo sin reservas.

Al menos nos queda el consuelo de que la Armada ha bautizado como “Blas de Lezo” a la F-103, la tercera de la serie de fragatas AEGIS de la clase “Álvaro de Bazán”. Fue botada en 2003.

Y ahora, también vosotros, los receptores de esta serie de batallas, sois responsables de que este héroe de España y su gran gesta no vuelvan a caer jamás en el olvido. Para que los ingleses no se salgan con la suya, por supuesto. Para tener con qué cerrarles la boca cuando hablen de Nelson y de Trafalgar –otra vez-. Para poder proponerles un brindis a la memoria de quien les infligió una derrota muchísimo más humillante que cualquiera de las que sufrimos nosotros.

Pero sobre todo, porque al menos este reconocimiento póstumo es lo que le debemos a tan insigne personaje, que demostró ser no un “medio hombre”, sino un “hombre y medio”. Contad a todos lo que acabáis de leer. O al menos, reenviad esto a cuantos conozcáis, a la memoria de Don Blas de Lezo y Olavarrieta, marino vasco y fiel soldado de España.

Jonathan -

También creo que lo encontrado termino siendo botín de guerra que se repartieron los aliados.

Un curioso. -

Creo que las obras de arte y lo que se pudo se devolvió a sus legítimos dueños y el "efectivo" se destinó a gastos varios ocasionados por la guerra o se repartió entre los vencedores de modo proporcional según méritos, es decir, los americanos fueron los que más pillaron.

miguel -

Muchas gracias por la historia, que me ha resultado muy interesante. Enhorabuena por el blog y adelante con la excelente labor que realizas.

isobel -

interesante,curioso y como bien dijo ruben...qué paso con el tesoro?

andresrguez -

No me extrañaría que los aliados luego se hubiesen quedado con parte de las obras, como ha pasado en la guerra de irak y el expolio que realizaron sobre los museos de Bagdad

Andi -

Gracias, una curiosa historia para contar y escuchar
;)
Andi

Ruben -

¿Y qué hicieron los aliados con la fortuna?

Miguel -

Muy interesante!

Evil Preacher -

Fascinante la historia del falsificador.
Y el tesoro de la mina increíble ¡ni el del conde de Montecristo!